21/6/09

De la traducción II


"Cada vez que intentamos traducir 'literalmente' palabras fundamentales como 'verdad', 'ser', 'apariencia', etc., nos encontramos inmersos de repente en la esfera de un proyecto que ultrapasa esencialmente la más hábil producción de composiciones terminológicas adaptadas literalmente. Esto lo podríamos medir enseguida y de la forma más rigurosa si atendiéramos a qué es 'traducir'.

Por de pronto, miramos mediante este proceder desde fuera, en términos técnico-filológicos. Se da por sentada la opinión según la cual 'traducir' es trasladar de una lengua a otra, de la lengua extranjera a la lengua materna, o viceversa. Y, sin embargo, no nos damos cuenta que constantemente traducimos también nuestra propia lengua, la lengua materna, a la palabra que le es más propia.

Hablar y decir son en sí un traducir, la esencia del cual no puede acabarse en el hecho de que la palabra traduciente y traducida pertenezcan a lenguas distintas. En todo diálogo y todo monólogo domina un traducir primordial.

Con esto no aludimos al procedimiento de substituir una locución por otra de la misma lengua sirviéndonos de una 'paráfrasis' [para clarificar significados, digamos]. El cambio en una elección entre palabras ya es consecuencia del hecho de lo que haya por decir se nos ha -ya- traducido en otra verdad y claridad, o quizá en otra problemática.

Éste traducir puede darse sin que tenga que haber sido alterada la expresión linguística.

La poesía de un poeta o el tratado de un pensador se mantienen siempre en el interior de su propia -y misma- palabra, única e irrepetible. Esto nos obliga, nos constriñe, a percibir esta palabra siempre de nuevo, como si la tuviéramos que estar oyendo por primera vez. Estas primícias de la palabra nos traducen cada vez (¿hacia?) otra orilla distinta.

Esto a que se suele llamar traducir y parafrasear no hace más que ir tras la traducción de todo nuestro ser al ámbito de una verdad transformada. Sólo si ya hemos sido transferidos a esta traducción, nos es confirido el tener cuidado de la palabra. Sólo a partir de la atención, fundada así, por la lengua, podemos asumir la tarea, generalmente más fácil y limitada, de traducir la palabra extranjera a nuestra propia lengua.

Por contra, la traducción en nuestra propia lengua a la palabra que le tenga que ser propia continúa siendo la cosa más difícil. Así, por ejemplo, traducir la palabra de un pensador alemán a la lengua alemana es especialmente difícil, porque, en todo caso, prevalece el obstinado prejuicio según el cual entendemos automáticamente la palabra alemana, porque pertenece a nuestra propia lengua, mientras que, en cambio, para traducir la palabra griega, hemos tenido que estudiar primero la lengua extranjera."




Parménides, recapitulación de § 1. La diosa 'Verdad'. Parménides, I, 22-32., Martin Heidegger, 1942

De la traducción I


"Antes de comentar cada fragmento, daremos una traducción de cada uno. Ésta dirá en nuestra lengua la palabra griega. Nuestra lengua nos es familiar. Y, sin embargo, ni la traducción ni el conocimiento que ésta nos aporta, no garantizan para nada la comprensión de las palabras del pensador.


[...] Tenemos que mantenernos antentos a lo siguiente: la traducción contiene ciertamente la interpretación, pero ésta no se desvela únicamente por postrarse ante ella. Precisamente porque esta habla con palabras de nuestra lengua, aún aumenta más el peligro de malinterpretarla. Es que ahora, las palabras de la traducción, en lugar de las griegas, las podemos recoger fácilmente siguiendo los sentidos que nos son habituales, sin que prestemos atención al hecho de que cada palabra traducida recibe el contenido a partir del conjunto de eso que el pensador piensa.

Si, por ejemplo, la palabra 'camino' encaja con la traducción, o la palabra 'corazón', de aquí no se sigue que ya se haya decidido qué significan aquí 'camino' y 'corazón', ni que estemos para nada en un estado de pensar cierta y plenamente en el sentido de Parménides, la esencia del 'camino' y la esencia del 'corazón' aquí citadas. Es evidente que no se puede negar que todo el mundo sabe qué es lo que 'normalmente' se dice con 'camino' y 'corazón'. Pero sólo una traducción guiada por una interpretación está en estado, y aún dentro de unos ciertos límites, de hablar por sí misma."





Parménides, recapitulación de § 1. La diosa 'Verdad'. Parménides, I, 22-32., Martin Heidegger, 1942

2/6/09

El Aleph


Empecemos hoy por el principio, sí. El hecho de que sea aleph o alef (א) la primera letra del alfabeto hebreo no es, en esencia, la cuestión de hoy. Se trata de reconocer al tal aleph la significación que sugiere Borges en la cual habría la posibilidad de concentrar la visualidad (quizá la existencia) del completo universo en apenas unos centímetros de diámetro. Una sugerencia un tanto estrafalaria pero que rebasa la empiricidad del hecho en sí ante la posible realización -mental- en la que encontraríamos el conocimiento absoluto; una especie de aproximación visual al determinismo, al conocimiento de todo lo posible (en sentido de la possibilitas de Kant).
Vamos: que a la condición humana le sea inherente el siempre querer-conocer es algo que tiene que ver profundamente con este texto de hoy. A disfrutarlo...





"Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.


En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

Sentí infinita veneración, infinita lástima."





El Aleph (cuento), Jorge Luis Borges, 1949