25/10/10

Indagaciones sobre lo sublime y lo bello


"La pasión que produce lo que es grande y sublime en la naturaleza, cuando estas causas obran con mayor fuerza, es el asombro; y el asombro es aquel estado del alma en que todos sus movimientos se suspenden con cierto grado de horror. En este caso está el ánimo tan lleno de su objeto, que no puede dar entrada a otro alguno, ni por consiguiente raciocinar sobre el que le ocupa. De aquí nace el grande poder de lo sublime, que lejos de ser producido por nuestros raciocinios, los anticipa y nos lleva arrebatadamente a ellos por una fuerza invisible. El asombro es el efecto de lo sublime en su más alto grado: los efectos inferiores son la admiración, la reverencia y el respeto."




El asunto que hoy nos conscierne vendría a referenciarnos a pleno siglo XVIII, en el puro afán del desenmarañar lo que uno podía pensar acerca de la razón y sus vicisitudes. Pero el tema vuelve a girar sobre el arte (en su vínculo básico en multitud de épocas con lo bello y lo sublime). Sea dicho en términos de admiración, reverencia y respeto, o englobados dentro de lo que llamaríamos asombro -pues los términos anteriores rara vez hoy en día no quedan obsoletos-, el caso es tratar lo bello de rompedor: no ya en el mero sentido de original o novedoso en claves superficiales, en base a lo cual se buscaría el simple "no se ha hecho nunca 'x' antes" (la búsqueda de cualquier eventualidad no planteada de forma expresa hasta el momento), sino del puro romper, del hacer brecha, del generar un límite justamente en el cual las cosas se ponen en sus respectivos lugares; se trataría más, pues, del enfatizar la presencia (entendida en sentido griego, por decirlo de alguna manera, el "estar-ahí", lo que "es, en esencia" algo) de las cosas -de las distintas cosas-. Lo bello trataría, en este sentido, de poner las cosas en su sitio, de reordenar el mundo "de modo particular".

Pues entendiendo el mundo como un hipercúmulo de cosas, individuos, entes, etc., cualquier discurso articulado y coherente no tendría razón de ser alguna si no intentase (hablamos -recordemos- del siglo XVIII; no sé si hoy día tal anhelo sigue en pie o titubea inevitablemente) ordenar este hipercúmulo de cosas, individuos, entes,etc. en un orden axiomático, vinculante y relativo (lo uno es uno en la medida en que lo otro es lo otro). ¿Y qué es lo Bello, sino aquella fuerza invisible que rompe esquemas previamente aceptados y que, por lo tanto, permite reestablecer el orden de las cosas? ¿No es pues aquella sacudida necesaria para que veamos que un juicio que habíamos dado por aceptado quizá no lo es tanto? ¿O alguno que habíamos denegado quizá es más cierto de lo que parecía?




Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello (A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful), Parte II, Sec. I (De la pasión que produce lo sublime),
Edmund Burke, 1757

8/10/10

Individualismo y sociedad


“HEMÓN. (…) No lleves, pues, dentro de ti una sola manera de pensar, la de que lo que tú dices, y ninguna otra cosa, eso es lo correcto. Pues el que piensa que él es el único que es sensato o que tiene una lengua o un alma que no tiene ningún otro, ésos al descubrirse se muestran vacíos. (…) Ves que en las riberas las corrientes torrenciales del invierno a los árboles que ceden, ésos salvan sus ramas, mientras que los que resisten de raíz perecen(…)


CREONTE. ¿Acaso la ciudad nos va a decir lo que hay que ordenar?”




¿Puede la ciudad decirnos cómo o qué hay que ordenar, ya no tanto a nivel espacial, de lugares, sino mental? ¿Puede que el espacio, el lugar, el 'dónde' adscrito a alguien, a un ente, un sujeto, condicione inexorablemente a éste, en su modo de pensar y sentir? Sea esta 'la' manera de pensar de uno, ¿no es algo contradictorio con el pensar mismo?; es más, tener 'en nosotros una sola manera de pensar', ¿no nos hace más débiles? ¿menos precavidos? ¿más confiados?

¿No debemos dudar siempre, para poder conocer mejor y pisar sobre más seguro, si fuere posible?




Antígona (
Ἀντιγόνη), Sófocles (Σοφοκλής), 442 a.C.