21/5/09

La primera arquitectura


Siguiendo con el tema anterior, de la dualidad inserida en lo humano a lo largo de la historia, y respecto al que nos permite entender o asimilar que algo 'sea', véase: la contraposición de algo con respecto algo otro, me gustaría mostraros un pequeño fragmento; hoy dedicado a algo que este curso he estado estudiando bastante (aunque más para el caso del imaginario hebreo y mesopotámico; ¡el griego no nos dio tiempo en un semestre!).

Aunque tengo que reconocer que si bien esta condición sine qua non para que algo sea -es decir, la de que algo difiera de algo otro- es algo bastante asumido, me gustaría mostrar algo al respecto más adelante. Pero, ni que sea a modo previo, viene a ser el que -por ejemplo- un día, sin la existencia de la noche, no sería entendido como día; en un universo en que el color azul fuera omnipresente (el único), la 'distinción' azul no tendría sentido.

Ya se verá más adelante, eso sí; ahora el tema trata de Dédalo, Ariadna y el minotauro.





"Desde siempre, ellos han querido hacernos creer que Dédalo, el constructor, fue el primer arquitecto -y que su obra, el Laberinto, fue la primera arquitectura.

Dédalo: el buen profesional, eficaz y sobrio, que no hace preguntas sino que da respuestas, el artífice indispensable en toda sociedad bien ordenada, desde la Cnosos de Minos a la Barcelona de Porcioles y Maragall.

Nos mentían.

Nunca pudo ser Dédalo el primer arquitecto, porque su laberinto no era arquitectura.

Para funcionar, para engañar al incauto, aquella fábrica prodigiosa, aquella implacable máquina de desorientar debía perder su apariencia, desvanecerse, renunciar a dejarse reconocer, debía no tener forma.

¿Y quién es capaz de llamar "arquitectura" a lo que no tiene forma?

Porque la muralla puede decir "soy impenetrable". La puerta, "soy sólida y angosta" o, por el contrario, "te esperaba, bienvenido". Pero el laberinto no puede decir nada. Ni siquiera advierte al visitante que está a punto de penetrar en algún sitio específico. Sólo al rato de estar en él se le ocurre al incauto que no sabe muy bien dónde se ha metido. Ahí no hay trayecto, ni dirección, no hay adentrarse o estar saliendo. Ni siquiera volver a pasar por el mismo sitio llega a reconocerse como repetición, y tampoco puede medirse así el tamaño, el ritmo del lugar. Todo es una indefinible vaguedad, que acompaña los pasos, siempre iguales, del desorientado.

En tal continuidad no hay arquitectura.

¿Cuándo aparece la arquitectura?

Cuando, entre tanta indiferencia, se distingue una forma. Cuando, en el laberinto, se fija una dirección, un trayecto: cuando Ariadna tiende el cordel con el que se señalará el camino. Es entonces cuando cada cosa pasa a tener nombre y posición: tú eres la entrada y tú el camino, tú la trampa y tú la salida, tú el centro y tú orilla. Nombre, es decir, identidad propia, diferencia, relaciones mutuas, forma.

Es Ariadna, y no Dédalo, el primer arquitecto.

El arquitecto no es quien construye, sino quien identifica la forma. La arquitectura aparece con el mismo gesto que dota de sentido al edificio, que lo interpreta. La forma es el resultado de la interpretación o, mejor, existe en ella -no previa a ella, sino como su simultánea condición y resultado, como su otro nombre.

Forma e interpretación son sinónimos, y hay un tercer término también equivalente: arquitectura.

Con otra característica, inmediatamente advertible. En el mismo momento en que Ariadna dota de forma al laberinto, describiéndolo, lo destruye -lo desarma, lo desarticula, lo vuelve inefectivo como trampa embaucadora, revela sus mecanismos de sugestión.

La arquitectura sólo puede ser, pues, deconstructiva.

Gombrich lo explicó bien con una fórmula más concentrada, pero exacta: "No se puede padecer una ilusión y analizarla". Pero es que "no se puede" lo que está por comprobar, no por escrupulosidad científica sino por gusto, por sentirse prendido y saliendo de la ilusión. Hay que despojar, sin embargo, de todo envoltorio heroico a la tarea deconstructiva de Ariadna. No se trata de adoptar el papel de un Odiseo atado al palo de la nave, para escuchar pero no ceder al canto de las sirenas. Se trata de trabajar como un carnicero, como un trinchador, con la exacta cerebralidad de quien localiza con precisión las articulaciones que sostienen las partes, los papeles, y aplica el gesto más económico para cortarlas."





Elogio de Ariadna, Pasado a limpio I, Josep Quetglas, 1988

2 comentarios:

  1. simplement un text genial, ara entenc perquè estudies arquitectura ;)

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  2. Hermoso texto. Y certero. Da en el clavo, años antes que el libro fundamental de Françoise Frontisi-Ducroux: Ouvrages de dames, de reciente publicación.

    De todos modos, una observación: Ariadna "interpreta", "lee" el laberinto, y, por tanto, es autora de éste; en verdad, es co-autora, porque el laberinto es escrito por vez primera por Dédalo (y reescrito por Ariadna). Dédalo tiene, como Ariadna, todos los caracteres o virtudes del creador: astuto, artero, cruel incluso.
    Su creación conjuga líneas rectas, aunque su mentalidad, al crearlas, revela, el retorcimiento de su mente.

    Ariadna y Dédalo se confunden. Más tarde, Ariadna se confundirá con su verdadero esposo, Dionisos.

    pedro azara

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