25/12/09

Los 5 ciegos, Andréi Rubliev


Cuán difícil es el entender lo estético desligado de lo visible, si no es que se trata de música -desde el oído-. Y más aún cuando toda referencia posible a un espacio imaginado pasa por el suculento y tentador filtro del recuerdo -visible-. Eso sí, qué maravillosa distinción entre los que una vez vieron y los que no: "
el eterno espacio negro, un mundo lleno de sonidos, olores y repleto de una enorme cantidad de objetos invisibles e indescriptibles, superfícies y cuerpos con volumen". Es más, -diría yo-, ni el eterno espacio negro, más que el eterno contínuo, sin contrastes ni límites. ¿Pues qué es, para el ciego que no conoce otro color, el negro? ¿Qué es, para el que no puede oír, aquello que no sea silencio? Tengo siempre en mente, desde ya hará unos años, esta idea del contraste como base de todo juicio estético. Y, aunque así no fuera, sería base, por principio, de toda percepción, de toda asimilación sensitiva de un ente, de la asociación de todo un conjunto de percepciones a una unidad concreta -una unidad limitada, esto y no eso, aquello que ya no es esa otra unidad-. Pues asociamos lo que percibimos, lo reunimos en formas, en volúmenes y superfícies, las contrastamos entre ellas. ¿Qué manera hay, sino, de discernir, de limitar, de re-conocer una cosa como ella misma y no como aquella otra?

Aunque, desentendiéndonos, de nuevo, de este carácter -casi diría necesario- del proceso humano del percibir -como base para conocer-, me parece bonita la posible asociación metafórica de todo lo que uno ve, todo lo que uno -subjetivamente, ni que sea en base al recuerdo- entiende, imagina, a partir de algún tipo de pequeña descripción.

Empezar un relato, por ejemplo, con el sintagma 'bajo un fresno' nos será tan distinto en base a nuestras pasadas experiencias que el sinfín de relaciones, percepciones asociadas a ello, sentimientos y pensares que a él se podrían anejar, que me pregunto qué posibilidad en genérico tiene un autor de hacer entender como él quiere, de hacer sentir algo que él siente, a través de un texto, a un lector.

¿No es, de nuevo, encontrarnos con la imposibilidad de traducción? ¿Con la imposibilidad de desplazar una imagen mental a un lenguaje que para nosotros quiere decir A pero cuya lectura, por parte de otro sujeto, podría querer decir A'?

Quizá quita esto 'seguridad' al autor para expresar lo que quiere, pero... ¿No será válido también a nivel -meramente, en lo pragmático- lingüístico aquello de que el artista sólo hace el 50% de la obra y el resto lo hace el público?




"A principios del verano, por el camino liso y apisonado que se extiende a través de una infinita llanura arada, marchan en fila cinco ciegos. Cuatro de ellos son los artesanos cegados en otro tiempo por el Gran Príncipe. Delante agarrado a un muchacho-lazarillo de pelo rizado, va el artesano mayor, ya muy viejo, y tras él, agarrado al borde de la camisa, sigue el ex cantero tartamudo Mitiái, y tras Mitiái, su hermano; un joven desconocido con los ojos turbios e inmóviles se agarra a un bastoncillo que lleva el anterior. Cierra la comitiva Gleb, el artesano que le pidió a Rubliov el puñado de añil.


En torno al infinito camino reina un ambiente melancólico y triste.

- Misha, ¿por dónde vamos? -pregunta el maestro.
- Por el camino... -responde con desgana el lazarillo.
- Por el camino, dice... ¿Por qué camino?
- Pues por un camino... Por un camino duro -responde Misha, que no quiere hablar.
- ¿Me podrías contestar como es debido, o no? ¿O es que se te ha pegado del todo la lengua? -replica enfadado el mayor.
- Pues eso, un camino largo, recto, un camino duro... -se obstina en su actitud el muchacho.
- ¿Y nada más?
- Nada más. ¿Qué más quieres?
- De manera que vamos por un lugar despoblado, ¿no es así? -pregunta rabioso Gleb.
- Así es -responde convencido el lazarillo.
- ¡No paras de mentir, muchacho! -responde burlón Gleb.
- De acuerdo, he mentido -admite airado el muchacho-. A la izquierda hay un río.
- ¿Qué río? -los ciegos se animan y en sus caras asoma una sonrisa.

De manera inesperada para él mismo, el lazarillo empieza a fabular:

- Un río profundo, profundo y lento, y al otro lado del río...¡Vaya, lo que hay al otro lado!
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué hay? -resuenan de pronto varias voces impacientes.
- ¿Cómo que qué? -sonríe el muchacho-. Pues unos arbustos.

El mayor camina derecho, alzando la cara hacia el cielo, y su imaginación le dibuja un río visto hace mucho tiempo, en su infancia, un riachuelo tranquilo y no ancho, cubierto de nenúfares, unos sauces enormes y grises en la otra orilla y un sendero que asciende hacia arriba, a una colina, por la que se mueve lentamente una campesina con dos cubos llenos en una percha, con un sarafán de paño burdo, y la orilla del río se ve cubierta de arbustos y lúpulo trenzado.

Mitiái, sonriendo, marcha con la cabeza caída y parece que desde un barranco bien alto ve un río poderoso, de aguas caudalosas, con una isla alargada en medio, cubierta de espeso bosque sobre el que se eleva el humo de una hoguera, y el agua cubierta de ondas grisáceas al lado de un recodo, junto a la baja orilla opuesta, donde se levanta una aldea envuelta en humo y fuego...

En cambio el hermano de Mitiái no ve ningún río... Ve a una niña con la cara mojada de lágrimas que se encuentra en medio de un sendero y corre por un pinar joven envuelto de telarañas que se iluminan por la luz del sol; la niña despide a los artesanos en su marcha a Zvenígorod, y las lágrimas le corren a mares, y el muchacho se aleja con todos cada vez más lejos, y la muchacha se torna cada vez más diminuta, cuando de pronto el camino tuerce bruscamente a un lado y la niña cuebierta de lágrimas desaparece tras los árboles...

En cuanto al muchacho de los ojos ciegos blancos, él ve... El muchacho no ve otra cosa que el eterno espacio negro, un mundo lleno de sonidos, olores y repleto de una enorme cantidad de objetos invisibles e indescriptibles, superfícies y cuerpos con volumen. El muchacho es ciego de nacimiento.

Gleb marcha detrás de los demás, con la cabeza levantada y recordando el río cegador, transparente y muy rápido, tan transparente, que su fondo cubierto de guijarros parece completamente blanco, y los arbustos negros sobre la orilla opuesta, arenosa y prolongada, por la cual, abriéndose camino en los arbustos, desciende hacia el agua un rebaño de caballos; el primero en meterse en el agua es un potrillo que, abriendo sus finas patas, bebe con avidez levantando de vez en cuando la cabeza y dejando caer en el agua helada unas gotas pesadas y llenas de sol.
"





La Peste (segunda parte), Andréi Rubliov -Guión Literario-, Andréi Tarkovsky, 1966

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